miércoles, 18 de marzo de 2009

"LOS CUENTOS BAJO CERO". EWALD MEYER. EDITORIAL LA CÁFILA.VALPARAÍSO 2006.

EL MINISTERIO





El día que los tanques aplastaron el puñado de socialistas atrincherados en la Moneda, nuestro Ministerio fue acribillado. Intente llegar al centro, pero lo caótico y sepulcral del ambiente me obligó a guardar reclusión en el departamento. Pensé en la oficina desordenada por guantes militares, pensé en el fuego envolviendo dependencias, decretos volando por los aires y las puertas de madera noble del Ministerio bajo las orugas de un carro militar.

Timbré papeles en tiempos en agitados. Me apodaron el compañero amable, por la buena disposición a tramitar decretos de nombramientos que a la postre constituían reajustes en la escala única de sueldos. En poco tiempo sagazmente deslice mis habilidades por los vericuetos y atajos de la burocracia estatal. El trabajo prolijo y discreto facilitó mi prestigio en asuntos de gaveta. Nunca asistí a las concentraciones con banderas rojas y hoy puedo decir que tuve en mi escritorio durante semanas la ficha para entrar al partido, pero a última hora siempre dilataba estampar la firma. Recibí invitaciones informales para discutir un ascenso en el escalafón. En reiteradas ocasiones me ausentaba del ministerio con permiso administrativo a fin de enfriar halagos y regalías de la nueva administración popular. La discreción del que no tiene ambiciones, es apreciada en círculos de poder.

Pase de decretos revolucionarios a decretos supremos con entonación marcial. La bandera chilena se veía por todas partes, y el cuadro gris del nuevo presidente presagiaba los acontecimientos futuros. Las discusiones cesaron, de la noche a la mañana nuevos rostros de pelo corto ingresaron al ministerio. El temor inicial dio paso a la tranquilidad. Las nuevas autoridades se mostraron respetuosas conmigo. Regularmente concurría a la oficina del nuevo Subsecretario para beber café negro e informar del estado administrativo de la sección. Comencé a ganar la confianza de la autoridad. La singularidad de un servidor público vestido de uniforme no dejó de causarme estupor. Desde que había entrado al ministerio los uniformes se veían en rara ocasiones y la discreción grisácea del militar chileno se agradecía. El subsecretario, estatura mediana, cabellos blancos y mirada penetrante, capitán de fragata era un hombre acostumbrado a la libertad del mar. Por razones de Estado (según confesó) había aceptado el cargo, pero siempre añoraba el ajetreo marinero de barcos, palos de mesana y ordenes a la carrera. Al final un hombre de mar como gustaba definirse.

La mente de un marino es simple; la lógica causal no admite dudas: positivo, negativo se ordena y se acata. Al principio fue un ejercicio simple, pero las posibles observaciones carecían de espacio, no tenía margen de movimiento y los decretos pasaban sin corrección, empero, sin claudicar y aprendiendo del silencio prolongado esbocé una solución: Tres palabras con la formula “esto podría“, simple y concisa. La primera vez que intenté fue de sopetón, contrariado por mi interrupción el marino se contuvo en silencio, pero su reacción fue de aprobación, debió sentir que un civil le había asestado un golpe (impensado en el estado de la situación), pero mis observaciones solo se remitían al trabajo y el capitán al final de su gestión descansaba en el trabajo prolijo que realice por ese entonces. Fueron años dedicados a sacar leyes y mi oficina se transformó en un laberinto de papales, la secuencia de decretos, la profusión de los mismos y lo diarreico de los ministros militares para redactar documentos resultó asombro. Acumulando pequeñas victorias en la maraña de papeles inicié un juego peligroso, pero justo. La salvación administrativa de colegas caídos en desgracia otrora funcionarios honorables perseguidos ahora por el régimen y que carecían de existencia física. La ayuda a los caídos en desgracia no era por mi simpatía con el comunismo o el clásico afán nacional de ayuda al débil, no, no, nacía de algo oculto para la mayoría; la solidaridad de todos aquellos que han servido al Estado en un cargo de planta, gobierno tras gobierno, ministro tras ministro, subsecretario tras subsecretario sin importar el pelaje político. Eran finalmente mis colegas de trabajo y aquí subrayo el mis.

En medio de la brumosa realidad del ministerio, escale en la sensibilidad (si es que la hubo alguna vez) de las nuevas autoridades. El sueldo mejoró, recibí regalos imposibles de encontrar en el mercado nacional. Rubias curvilíneas, secretarias dedicadas se ruborizaban con galantes invitaciones. Compré un auto y todo pareció marchar mejor. Al capitán no le reprocho nada; la corrección inglesa entremezclada con lo grisáceo de nuestro carácter nacional no alteraron mi acucioso trabajo.

El recuerdo del pasado paradójicamente nos traiciona bajo el manto de la mirada optimista y voluntariosa olvidando multitud de hechos ínfimos deleznables y de apariencia irrelevante, pero brutalmente reales. Algo de esto imperceptible sucedió con la llegada de los Chicago Boys al ministerio. Cada repartición estatal de relevancia nacional tenía tres funcionarios impecablemente vestidos, peinados con gomina y zapatos negros brillantes que llegaban cada mañana a instalarse con el Subsecretario. Algunos de la secta, porque lo eran, aficionados a leer los matutinos americanos e ingleses y multiplicar el café negro en agotadoras reuniones. A la hora el marino me tenía recitando instrucciones apresuradas que esos tipos le habían dejado en la minuta del día.

El mas joven en poco tiempo se aficionó a comentar sin tapujos las medidas que se adoptaban desde el Ministerio. De estatura mediana los ojos de este ingeniero se encendían bajo arduas discusiones que llegamos a sostener en mi oficina. El léxico rebuscado y desarrollista con que exponía las ideas casi a nivel de creencia, contrastaba con una homosexualidad perfectamente disimulada. Entre la idolatría a Adams Smith, la apologética a modelos económicos que todo lo solucionan, poco a poco fui acercándome a ese secreto. Ademanes y miradas para un hombre son cruciales y traidores. En cierta ocasión bebiendo unas copas confesó su secreto y me imploró reserva. Su “desviación“, era imperdonable en esas circunstancias. Nuestra realidad constreñida por marchas militares en la radio, la lucha contra la subversión y el comunismo internacional no dejaban dudas. En este Gobierno hombres y mujeres nada más. Para el era difícil disimular su atracción ya que siempre elogiaba mis análisis realistas frente a tanto plan de teoría económica y a pesar de eso siempre logré un equilibrio precario respecto a este tema en la subsecretaria. Trabajo es trabajo me repetí por aquellos días.

Los episodios negros de una vida eclipsada por la conspiración se tejen fuera de ella, entre copas o sonrisas, reuniones silenciosas, humo y café. A la sombra de la ignorancia del sentenciado. Una oscura tarde de invierno, salí del ministerio y enfile como era habitual al estacionamiento. Me percaté que un hombre seguía discretamente mis movimientos. Aceleré el paso pero resulto inútil, presentí súbitamente mi posición. Entre las sombras cuatro individuos me fletaron en una camioneta, envuelto en una frazada percibí ese olor irresistible a la conspiración. Los golpes sucesivos agudizaron la precariedad de la situación y solo atiné a callarme. Lo indescriptible del régimen apareció con crudeza y perpleja realidad. Aquello de lo que no se hablaba, aquello que siempre se mantenía en silencio por temor u olvido, superó la leyenda. En medio de gritos, silencios prolongados, dolor físico y tormentos mentales me extravié en el infierno. El frío del cemento húmedo de los sótanos de la policía secreta, las mordazas que ahogaban mis gritos y el aroma horrible de carne chamuscada por la electricidad hicieron trizas los recuerdos más preciados de mi existencia. Las horas de interrogatorio socavaron todo intento de resistir; carcajadas de los verdugos y burlas que simulaban el fin simplemente doblegaron la poca vergüenza que aún guardaba. Repetí a los sin rostro que el trabajo en el Ministerio era todo lo que tenía, invoqué al capitán de fragata y termine con el rostro hundido en agua pestilente. La confesión firmada y borrosa por el aturdimiento fue un acto reflejo de quién esta despojado. El abismo del tormento provocó la sensación de que la vida no tenia sentido y que el daño irreparable instintivamente me arrojaba a la muerte. La vida se escapaba a pedazos.

La mañana que desperté en la plazoleta, la llovizna había humedecido la ropa y un pájaro observaba intrigado mi postura poco decorosa en la banca. Caminé toda la mañana, no tengo idea cuantos kilómetros, pero deambule por las calles porque quería pasar a solas la degradación que sufrí. Sentí en lo odiosa que resultaba la vida este país, pensé lo inútil del Ministerio, los papeles, los trámites interminables y las reuniones que destruyeron mi vida. Fui lentamente aceptando toda esta charada sin más explicaciones. En el Ministerio nadie sospechó de la macabra aventura, solo cinco minutos de un café humeante sin azúcar junto al jefe casi al pasar el capitán me recomendó no transitar por lugares solitarios y menos sin compañía. Un dato me inquietó; El ingeniero joven desapareció.

Ese día comencé a esbozar planes de escape. El futuro me aterraba y no volvería a repetir esos días macabros. El plan consistía en que el primo Arturo que vivía en Madrid enviaría una invitación a pasar unas vacaciones y ese inocente viaje significaba que no retornaría a Chile. Con la venta de la casa en la playa cubriría los gastos al menos por un tiempo. En ese delirio acaricie la idea de cruzar la frontera Francesa y pedir asilo, contar mi historia. Victimizarme, esperando la solidaridad gala. Planes que solo existieron en mi afiebrada cabeza. El capitán de fragata dio paso un ministro civil, la policía secreta sufrió una mutación civilizada, comenzaron las presiones por los derechos humanos y la oposición política emergió de los subterráneos para buscar el poder. Deje correr el tiempo, ya no intente colaborar, aborté mis pretensiones si es que las tuve alguna vez, y comencé lentamente a pasar como un fantasma por el ministerio. Solicite el traslado a otra sección: El archivo. En el subterráneo con tubos fluorescentes día y noche, repleto de estantes metálicos atiborrados de carpetas y papeles en pasillos interminables que a veces pensé llegaban hasta el Mapocho, pasé los años restantes y fue un refugio seguro. Pasaba los días sin prestar atención a la hora y el calendario rodeado de tazones de cafés. El hombre del aseo con un tímido saludo me recordaba que había vida en la superficie. Domine todas las siglas burocráticas impronta de todo documento estatal. Encontré decretos, leyes de la República gangrenados por musgo floreciente. Descubrí un cuartito que albergaba documentos del siglo XIX, papeles ilegibles firmados por ministros inexistentes en los libros de historia. Una declaración de Independencia que no tengo la certeza si es original y que tengo en mi poder. Membretes extranjeros y una medalla militar de la guerra del salitre. Pensé que en esa sección alguien quería recordar más de la cuenta. En ese profundo subterráneo trabaje en secuenciar las reformas a la ley de rentas desde el gobierno democristiano, todas sus modificaciones, arreglos y observaciones. Sumergido en papeles y más papeles, trabajé noches completas; A mi jefe un ex - aviador preocupado por encerrarse con la secretaria en su despacho siempre lo urgía con la reducción de documentos, y el siempre con mucha marcialidad recomendaba no quemar los decretos supremos del general.

Distraídamente llegó la democracia. Las agitaciones y concentraciones volvieron a la calle. Desde mi despacho una pequeña ventana a ras de suelo con una rejilla y vidrio empavonado, casi imperceptible al transeúnte común, se colaban las proclamas de los nuevos tiempos.

A los pocos meses el Ministro en persona me entregó el decreto de jubilación. La gran puerta verde con bordes de bronce se cerró a mis espaldas y el Ministerio flanqueado por las luces de la calle me pareció imponente. En la esquina las balas incrustadas aún no habían sido borradas por la naciente democracia.

domingo, 8 de marzo de 2009

" CUENTOS BAJO CERO ". EWALD MEYER. EDITORIAL LA CÁFILA. VALPARAÍSO 2006.

EL VISITANTE





“Estoy viejo. Aquí estoy,
aplastado sobre una silla,
hundido hasta el
cuello en mi propia vida
y sin creer en nada.”

“La edad de la razón”
Jean - Paul Sartre.









El primer viernes de enero algo sucedió de regreso al viejo edificio. La puerta del departamento de Petra estaba cerrada a dos llaves. En el diván había algunos objetos en el suelo y el aire enrarecido sofocaba. Una nota garabateada en checo manuscrito, casi imposible de traducir, sugirió a Carlos la evidencia de una discusión. La joven se había refugiado en la pequeña pieza de la casa y el visitante se sentó pensativo en el sillón cama verde.

El viaje lo había decidido mucho antes de las continuas discusiones en las que se enfrascó en el último tiempo con su esposa. El recuerdo atormentaba sus sentimientos de los años épicos del comunismo checoslovaco y la salida abrupta de Praga. En Viena había encontrado el amor y la estabilidad, pero esos años en el Este de difícil olvido, tenía más interrogantes que claridad en su vida.

En los días que él había permanecido en el viejo departamento, la complicidad con Petra fue un rasgo peculiar que no pasó desapercibido para su novio que en muchas ocasiones, pero reservadamente, le hizo ver cierta molestia de que el extranjero permaneciera en el diván. El novio, un grandulón de Moravia, estudiaba ingeniería en la CVUT y la mirada torva inquietó a Carlos en las fugaces visitas del joven al viejo edificio. La naturalidad de Petra y los paseos desnuda por el apartamento sorprendieron, en más de una ocasión, al extranjero que recordó sus años en la residencia universitaria. Esto acentuó la sensación de que la relación entre ella y su novio no marchaba bien.

Recordó que el día que arribó a Praga estaba tan contento que se fue caminando de la estación central a la Ciudad vieja. La visión colorida de la ciudad contrastaba con el gris recuerdo de la Torre de la pólvora que hoy lucia radiante gracias a un tratamiento de restauración iniciado por las nuevas autoridades. La callejuela que llega al teatro de Mozart hervía en un mar de turistas haciendo extenuantes colas para conseguir un billete de la opera Don Giovanni. En la calle Kaprova 2350 la portera no tuvo problemas en dejarlo entrar. El acento inconfundible de un Pražak, rompió la dureza de la mujer, sorprendida ante los modismos adquiridos por el extranjero que se presentaba en la portería. Las escaleras de mármol del viejo edificio relucían esa mañana, a pesar de la penumbra. La placa de bronce que indicaba el apellido de la familia Novak bajo la mirilla de la puerta no reflejaba el paso del tiempo. Cuando el silencio comenzaba a mezclarse con el frío del vetusto pasillo, la puerta del departamento se abrió lentamente. Bajo el dintel se asomó una mujer joven de mediana estatura, rubia y de cabellos desaliñados. El hombre preguntó por Ivetta y la joven se detuvo buscado en su mente la imagen de los amigos de su madre y especialmente de Carlos. Pero estos recuerdos se extraviaron con los años amnésicos de su tierna infancia. La sorpresa de la visita no la inquietó y amablemente lo invitó a pasar al diván. El café turco que los checos beben habitualmente es amargo, pero a él le pareció delicioso. Ese aroma mañanero en la residencia de estudiantes evocó los años de estudio en torno a los manuales para entender el marxismo.

Petra le explicó que estudiaba un doctorado en la FAMU dedicado a la escenografía de marionetas y que su anhelo era algún día crear su propia compañía para recorrer el mundo difundiendo este complejo arte. La muchacha adquirió un rictus de melancolía para referirse a la historia de su madre. Contó que después de la salida de Carlos de la antigua Checoslovaquia, Ivetta viajó a Alemania con una visa emitida en los últimos meses antes de la caída del régimen. Un avión la fletó como asilada con destino a Londres. El triste récord de convertirse en la última petición de asilo en el Reino Unido tuvo un sabor entre nostálgico y paradójico. Aquel noviembre de 1989 los checos reunidos en la plaza de Wenceslao simbólicamente levantaban sus llaves en señal dimisión del gobierno.

A Petra la crió su abuela en Moravia y de su madre sólo recibía postales esporádicas de los destinos a la que la empresa de cosméticos internacionales la destinaba periódicamente. Carlos observó las delicadas manos de la joven, que se mantenían aferradas al tazón de café, mientras recitaba casi como un monólogo aprendido la historia de su madre. El comunismo para ella no pasaba de un recuerdo lejano y banderas rojas que adornaban de tanto en tanto los edificios de la Plaza Vieja. El final de la historia que Petra relataba coincidía con los intentos frustrados de él por comunicarse con Ivetta. Carlos pensó que había sufrido algún castigo por parte del gobierno ante sus abiertas actividades anticomunistas en los días de la facultad. El relato de la joven, y el orden de los acontecimientos, trajo una pausa tranquilizadora. A modo de epílogo ella le explicó que su novio venía a visitarla habitualmente pero que no había inconveniente en que durmiera unos días en el diván, mencionando que a su madre le hubiese gustado que un viejo amigo latinoamericano se sintiera como en casa y pudiese recorrer las calles de la Praga libre.

Al tercer día el novio no regresó. No llegaría más y sólo por los telefonemas interpelados en un checo áspero se enteró de lo que parecían discusiones amorosas. A partir de esa noche la muchacha casi no salió de su cuarto. Al regresar de los extenuantes recorridos por Praga, la penumbra del diván contrastaba con el reflejo azulado de la televisión y la desnudez de Petra acostada en la cama. En la noche de San Karolo Honfi, patrono de los pobres, la nieve cubría Praga y en el Karluv Most resaltaban sus bloques grises en medio de un manto invernal.

La oscuridad del diván lo sorprendió y el tropiezo con la mesita del teléfono, evidenció que las cervezas le causaban un efecto mayor de embriaguez que en su juventud. La potente luz proveniente del cuarto de la joven hacia imposible que el hombre pudiese desviar la mirada hacia el interior. Desde la puerta, pero en silencio, observó la desnudez que se veía como un retrato intimista asumiendo impecablemente los detalles del autor por la musa inspiradora. Los pezones de Petra apenas rozaban el cubrecama y la diminuta braga contorneaban sus carnes haciendo crecer el deseo de Carlos aturdido por la ebriedad de los Fernet, brindados por los viejos amigos de la facultad. Pesadamente el hombre se sentó junto a la joven, las ansias de acariciarla y la furia del deseo contenido impidieron el decoro del visitante. Intuyendo la escena bajo un manto de indiferencia la muchacha comenzó a desabrochar las ropas frías del extranjero, al tiempo que sus muslos se abrían en señal de entrega. El calzón cayó entre las piernas de la muchacha y con el torso descubierto comenzó el juego erótico secamente. La lámpara de velador cayó apagándose en un relampagueo y las luces de la calle se colaron por los ventanales del cuarto. La búsqueda del placer final aceleró la carrera amatoria. Petra volteó su cara y su voz se quebró en el espasmo final con un grito jadeante y agudo. Él continuaba entre las piernas de la joven, ahora con más bríos y el rostro de ella se aferraba a su torso como un náufrago a una tabla en medio de la tormenta. Las caderas de la muchacha actuaban descontroladamente ante las contorciones del empecinado amante. El deseo inicial se transformó en furia contenida. Aplastó la rubia cabellera de la joven, tironeando con el forcejeo amoroso de la subyugación y la mujer se desfiguró en medio de gemidos de placer y sus pechos, empinados de súbito, recibieron golpes que la llevaron al éxtasis. Exhaustos ambos se quedaron en silencio. La nieve cubría la Ciudad vieja y las luces tenues que iluminan la calle Kaprova ayudaban a los escasos transeúntes a capear los suaves copos de nieve.

La claridad blanquecina despertó a Carlos aturdido por el cansancio y la borrachera. Pensó que todo había sido un error y que la culpa era suya, que su esposa lo esperaba en Viena desde hace dos días y que no había justificación en lo ocurrido. Observó el cuerpo de la muchacha sereno y juvenil rendido a su lado. Belleza que quema, pensó el hombre, belleza que quema, volvió a repetirse. Ese fue el último día que la vio.

Sentado en un banco junto a la casa de Ivana recordó la abrupta salida del departamento de Petra, la soledad de la calle Kaprova y la carrera por la Estación central de Praga. El pesado tren avanzando por rieles cubiertos de nieve rumbo Hradec Kralove, la noche en el hotelito del pueblo, la calidez de Ivana, el encuentro de dos viejos amantes y el aroma a humo y cerveza de los bares de provincia que mitigaron su culpa al menos por ese día.

En la vereda opuesta del río Voltava el parque de Letna impuso a los praguenses, durante los primeros años del comunismo, una enorme estatua de Stalin que fue demolida por la artillería pesada del ejército checo. El terraplén de piedra pulida, que sostenía a la estatua, ahora servía para apoyar los funestos pensamientos de Carlos y la nieve que comenzaba a caer como terrones iba dejando retazos de los vetustos edificios de la ciudad vieja.

En la calle Kaprova dos automóviles de la policía checa se estacionaron bajo el edificio de Petra.

viernes, 6 de marzo de 2009

" CUENTOS BAJO CERO ". EWALD MEYER. EDITORIAL LA CÁFILA. VALPARAÍSO 2006.

FINIS TERRAE

“Miro mi cara en el espejo para saber quién soy,
para saber cómo me portaré dentro de unas
horas, cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede tener miedo; yo, no.”

“Deutsches Réquiem”, José Luis Borges.







Mi nombre es Karl Friederick, pero adopté el latino de Alexius Seppetus. Nací en Könningratz el año 1670 y mi familia pertenece a linaje noble desde la entronización de Carlos IV en Praga. Otto Von der Heyde, mi abuelo, fue abatido en la Guerra de los Treinta Años en una carga de caballería en las cercanías de Olmütz. Lo heroico del episodio esconde el espejismo de un trágico final. Mi padre perteneció a la Corte de Bohemia. Fue embajador ante los reyes hispanos y siempre afirmó que nuestros antepasados defendieron la fe contra los sarracenos. En cuanto a mí, abracé la vida monástica buscando la verdad. Estudié a los padres de la Iglesia y bajo la sombra de la escolástica critiqué a los clásicos. Asistí a las disputas doctórales en la Universidad Jaggelonian. En Cracovia avizoré los insondables caminos de la fe y vagué a orillas del Vístula, inmerso en cuestiones teológicas. Las preguntas dieron paso a la obsesión. Leí en cubículos apartados libros prohibidos y en Praga deambulé por estrechas callejuelas discutiendo con hermanos más avezados en el arte de dirimir cuestiones de fe. Mi temor esencial se convirtió en certeza. Soy un penitente y lo sé. El recuerdo de quien soy en medio de la brisa primaveral no puede arrancar la pena capital que pesa sobre mí.

El largo viaje bordeando el Estrecho de Magallanes es una alegoría del Infierno. El tormento del barco y las pestilencias de la estrechez fustigaron mis creencias la mayor parte del viaje. Vi caer animales y gentes por la borda. Vi a muchos morir por el mal de marea. Asistí a enfermos en el lecho de muerte en tormentas interminables. El desembarco en la bahía de Quintero fue el fin de una tragedia. Agotado en la hacienda de mis hermanos, las piernas se rehusaban a mantenerme erguido.

Se me acusa de corromper mentes. Se me acusa de apostasía y la paradoja de la existencia impide ver la cara de mis cancerberos. Las nuevas tierras de su majestad distorsiona la mente de los súbditos que llegan a convertirse en bestias absurdas. No pretendo defenderme de cargos imposibles a los ojos del altísimo, no pretendo esgrimir falsos argumentos contra las desviaciones fabricadas a partir de interpretaciones espúmeas y endilgar en la exterioridad el fin de mi existencia, que hoy carece de valor. El juicio fue corto y la defensa inútil. A la culpabilidad de la sentencia opuse oración profunda. Las ideas que se infieren a partir de mis disertaciones en algunas reuniones se sumergen en la ignorancia de quienes las profieren. Profusamente se ha discutido sobre las fuerzas ocultas que determinan la ley natural y no guardo pecado en este punto. Mal se entiende nuestra labor en estas latitudes, difamada por boca de criaturas inocentes y funcionarios mal intencionados. Mi destino parece torcido por la oscuridad.

Los indios han sido bendecidos y adoctrinados y las autoridades del Imperio no deben guardar reparo. Nuestros hermanos han sido victoriosos en la fe. Las criaturas que habitan la accidentada geografía del Reino de Chile caminan por la senda correcta, y a pesar del trance que sufro, guardo amor por ellos. La inmensidad de estas tierras permite divagar con libertad en torno a imposibles. Las cosas parecen regresar a la antípoda del pensamiento y lo irreal de ciertos paradigmas, destruye su efecto. La lejanía de los hombres, en medio de valles secos y pedregosos, fustigan al creyente convencido y lo paupérrimo de la materialidad agobia con frenesí a los que intentan penetrar en la profundidad. Asumo con vergüenza que la redención en la descripción de mis penurias no tiene sentido. Sólo deambulo por mi mente con el recuento de una frágil existencia en estas tierras. No tengo temor a enfrentarme a la muerte, aunque llegue de súbito. La venalidad de mis captores y la sagacidad de los indígenas que susurran a ratos un dialecto conocido tal vez precipiten la resolución.

Estoy a pocas leguas de la Bahía de Quintil, hoy llamada por los españoles Valparaíso. Arribé hace cinco años desde Bohemia, tras una larga travesía por Magallanes a estas Finis Terrae. El Reino de Chile será mi última morada y no acabo de imaginar la manumisión de todo el que muere en circunstancias similares. La justificación tiene algo de impenitente en medio de esta inmensidad, pero ya es tarde. Hay un tiempo finito cruzado por fuerzas ignotas. Es el final.

martes, 3 de marzo de 2009

"CUENTOS BAJO CERO". Ewald Meyer. Editorial La Cáfila.Valparaíso 2006.

LOS CRISTALES DE JAROSLAV

“El que está en el extranjero
vive en un espacio vacío
en lo alto, encima de la tierra,
sin la red protectora que le otorga
su propio país ,donde tiene a su familia,
sus compañeros, sus amigos y
puede hacerse entender fácilmente
en el idioma que habla
desde la infancia”.

“La insoportable levedad del ser”
Milán Kundera.




Los cristales de sal esparcidos en la nieve gris que cubre la calle alcanzan a centellear bajo el azulado amanecer de Moravia. La pequeña villa, hoy reverenciada como Patrimonio de la humanidad, clarea y el camión de Jaroslav recorre la ciudad con lentitud. Las mangueras expulsan con un ronroneo los cuadraditos, fastidio de los transeúntes que a esa hora caminan por la fría vereda. Para este checo gordo y rubicundo, de manos pecosas y panza abultada, la sutileza en torno a los cristales metiéndose en las botas de los vecinos, no cuenta. La baratura para el Estado es evidente y no se puede hacer otra cosa, responde bebiendo un espumoso vaso de cerveza. Lo que más sorprende a Jarda, como le dicen los amigos, es el tamaño único que tiene cada cristal. La explicación de la ruta de los cristales de sal hasta llegar a nuestra modesta ciudad, atravesando los lugares más increíbles, sorprende a los parroquianos del bar que envalentonados por el alcohol siempre tienen un dejo de provinciana xenofobia. Las historias gráficamente se sitúan en África y esbozan una columna de negros con huesos en las narices soportando en sus espaldas sacos de sal bajo un sol ardiente, guiados por un hombre blanco, sacan las risotadas a los borrachos habituales de la Hospoda. He frecuentado el bar en los últimos cinco años y el desconocimiento de la vida de Jarda me intriga. Tres veces a la semana religiosamente ocupo un lugar en la barra; la conciencia de los parroquianos que un extranjero los observa a ratos cae en el olvido. No sé nada de nadie, excepto el nombre y lugar de trabajo de cada uno.

Y me escabulló con la vieja excusa de la cita furtiva. Entre risas socarronas, enfilo hacia la puerta, no sin antes saludar a la gordinflona que regentea el bar. Fastidiado de su coqueteo lascivo, esquivó lo que parece una invitación a disfrutar de su ajado cuerpo. El aire gélido incansable en la frente me recuerda la condena de permanecer como mero espectador en esta inmensidad. Las tenues luces de la calle que se solazan con la soledad abrumadora, disimulan a un transeúnte que camina raudo por la otra vereda. Llego a la pequeña Plaza del castillo, que vista desde lo alto del pueblo parece un gran pájaro grisáceo. Siento el frío agudo que taladra mis huesos. Es tarde y bajo desde el vetusto portal a la explanada que se hace más grande y solitaria. Recuerdo el viejo patio de la casona familiar a miles de kilómetros y alcanzo a arañar cierta familiaridad en todo esto. El bulevar del pueblo se cuartea en la profundidad como un juego arquitectónico y diviso la ventana de Marketa. No está acompañada e imagino su cuerpo lejano, sensual y trémulo perdido en mis recuerdos fantasmagóricos. Imagino estrechar sus caderas y escapar a la capital, vivir en el anonimato, esbozar una existencia vertiginosa, beber de la vida y quererte mi amor, sólo quererte hasta la locura. Tú y yo lejos de este pueblo.

La calle se cubre de un manto blanquecino, los adoquines se diluyen bajo la escarcha y Marketa decide dormir.

La madrugada me sorprende oteando la estación de trenes. Una locomotora enfila a la capital y el cielo se abre tenue bajo la claridad septentrional. Desde mi ventana percibo ese rumor característico del camión de Jarda arrojando los cristales sobre la calle que aún conserva la nieve fresca. Un café, un cigarrillo y el autobús que me espera puntual en la parada. Y vuelvo a sentir crujiendo los incansables cristales de Jaroslav.